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[Los meses anteriores al golpe militar] El día 16 de febrero [de 1936]se celebraron Elecciones Generales, en las que triunfó el Frente Popular, que se había constituido por todas las izquierdas. En estas elecciones, a mi me eligieron, en la Casa del Pueblo, para ser apoderado de la candidatura socialista, que la representaba para diputado de Palencia un tal Crescencio Aguado, muy pequeño pero muy listo y nacido en Paredes de Monte, pariente de la señora Ángela Merino, esposa del señor Cirilo Díez. Yo, como apoderado, tenía libre entrada y salida en colegios y mesas constituidas. Como también estuve presente al constituir una de ellas. Y también presencié el escrutinio de uno de los colegios e hice que me dieran copia de las actas de la elección del mismo. Y seguidamente me fui a recoger las copias de los otros colegios. Una de las veces, que me encontraba en el colegio conocido como Escuela del Hospital, cayó agua a manta (como se suele decir). Había allí un coche con unos representantes de Palencia, que iban viendo e informándose de cómo iban desarrollándose las elecciones y me trasladaron a otro colegio. Lo cierto es que al presentar las actas en la Casa del Pueblo UGT como había que traerlas a Palencia y acordaron que ya que las tenía yo, si no tenía inconveniente, que fuera yo quien las trajera. Como no se podía trabajar en los majuelos, lo acepté. Así que al día siguiente, 17 de febrero, me levanté, me arreglé, desayuné y caminando al coche de línea, con el que llegamos a Palencia. Hice la entrega de las actas, que era mi cometido, y a pasear por Palencia hasta la hora de salida del coche. Durante el día también cayeron sus chaparradas de aguas. En el camino, lo mismo. Me acuerdo de que en el coche viajaba la esposa de Ángel Alvillo y casi todo el viaje fue sacando la cabeza por la ventanilla porque estaba en estado. En fin, llegamos al pueblo, nos apeamos, ella, algunos más y yo, y cada uno a su casa. Yo tenía que pasar por una parte rondando la Plaza y se veía la casa donde teníamos la Casa del Pueblo y no es que mirara o no mirara con intención, pero nada apercibí ni llamó la atención. Esto es que cuando llegué donde los padres de Primi que había quedado esperarme, al ver que su padre no estaba, pregunté “¿dónde está tu padre?”; me dijeron “los tienen encerrados en la Casa del Pueblo”, y dijo mi suegra que como habían perdido querían romper la baraja. Salí yo a ver si veía algo y cuando volví de la esquina de la Casa Grande ya alcancé a ver que estaban saliendo ya llegó mi suegro a mí y juntos nos fuimos a casa. Nada pasó. Bueno, charlamos un ratillo y Primi y yo nos fuimos a nuestra casa. Llegamos, cenamos y seguidamente nos acostamos. Pasaron unos cuantos días y pudimos salir al campo. Andando el tiempo, terminé de podar el majuelo del Pajares. Empezó a ararlo y, por lo tanto, yo también a descubrir las cepas, ello es que tuve trabajo hasta los primeros días de mayo. Unos días de paro hasta que a últimos de mayo, o un poco antes si había llovido, se empezaba a hacer la segunda vuelta. Pero antes tuve que ir a casa del Pajares a por dinero. Pues hasta que se terminaba todo el trabajo no solíamos hacer la cuenta y me salta el dichoso Pajares que no hiciera las coronas al majuelo. “¿Por qué?”, le pregunté. “Porque no quiero que se las hagas”, me dijo. “Pues como el trabajo son las dos vueltas, me considero despedido. Mañana me voy a Palencia para hablar con el Delegado de Trabajo”. Pensó unos segundos y me dijo “bueno, hazte el trabajo como siempre”. Me dio el dinero que le pedí y marché a casa tan contento por tener trabajo hasta que llegara el verano. El 31 de mayo de 1936 había organizado un mitin en la Casa del Pueblo en el que hablaban los oradores Juan García Morales (presbítero) y una inspectora de enseñanza llamada Sofía Polo. Salimos a recibirlos en manifestación con la bandera republicana de la Casa del Pueblo y al mismo tiempo llegaron varios asistentes de Grijota y Villaumbrales y otros pueblos de alrededor. La presentación la hizo Donato Tazo Delgado, habitante del pueblo y secretario de la asociación obrera. (...) Fueron pasando los días y terminé de cavar el majuelo a últimos de junio. Y el verano se acercaba y en la Casa del Pueblo había que nombrar una comisión para discutir y confeccionar las bases por las que nos habíamos de regir tanto patronos como obreros. Se nombraron tres obreros y tres patronos; de los tres obreros uno fui yo y de los tres patronos, uno un mal cura, tacaño. Con el fin de que todos los obreros del pueblo fuéramos colocados, las bases se hicieron para trabajar sólo ocho horas diarias cada obrero, y la soldada de 210 pesetas, que era menos de la mitad que la de años anteriores. [¿?] (...) Vuelvo a lo de las bases de trabajo del verano, que tuvimos varias reuniones porque eran difíciles de confeccionar, ya que la cosecha era pequeña a causa de las abundantes aguas de enero y febrero, algunas fincas se convirtieron casi en hierba, amapola y alberjana, de las que algunas segaron en verde para secarlo para el ganado. Se firmaron las bases a condición de hacer fiesta los domingos, como se venía haciendo desde el año 1931. La manutención, 6 pesetas diarias, trabajar, como he dicho antes ocho horas y así quedaron selladas por el Ayuntamiento y presididas las comisiones por el Alcalde Don Juan Carnicero. Quedaron archivadas en la Secretaría. [El golpe militar y el encarcelamiento] Empezamos a segar más o menos el 12 ó 14 de julio. El 18 [de julio de 1936] era domingo y fue cuando estalló el Movimiento, sublevación contra la República efectuada por el general Franco. Este día después de comer yo había ido a ver y pasar un rato con mis padres cuando de regreso volvía a mi casa al llegar al café de “el Espejillo” estaba Teófanes Sevilla y al hablar con él me dijo “hay un fregado que no sé qué pasará” y la radio daba noticias muy confusas, pero de mal agüero. El día siguiente acudimos todos al trabajo como si nada pasaba, pero llegó el día 20 ó 21 por la tarde y yo a la puerta de mi casa a la sombra y se dominaba bien la vuelta que hacía la carretera de Mazariegos y alto Carrepalencia y vi que se descubrió una camioneta ocupada por Guardias Civiles y falangistas. Yo me arranqué con dirección al Ayuntamiento con intención de recoger las bases. Al mismo tiempo vi a Paulino García y Salomón (hermanos). Entonces me dije “me voy a meter en el fregado”, y me volví a casa. Llegaron al Ayuntamiento y detuvieron al Alcalde (Don Juan), y éste entregó el bastón de mando a un militar veterinario llamado Miguel Ramos, casado con María Gutiérrrez, por cierto con una pierna de goma o caucho. Pasados otros dos días, nos reúnen a la comisión que hicimos las bases para anularlas y así, nada de domingos, festivos ni ocho horas y trabajar como antes de la República, pero la soldada, aunque era pequeña, no la movieron. Saltó el cura y dice “y a dormir a la era”. Yo, sin pensarlo, dije: “Eso de dormir en la era, si por conveniencia alguno quiere ir que vaya, pero yo creo que cumpliendo durante el día con su obligación, cada uno puede dormir donde le convenga, porque si vamos a dormir no vamos a cuidar la era”. Me apoyó el del bastón de mando, diciendo “tiene razón el señor, que bastante hacen durante el día”. Transcurrieron unos días tranquilos. Pero llegó el 25 de julio, día de Santiago, y se acabó la formalidad en los patronos, en los falangistas y en la Guardia Civil y detuvieron a siete individuos, a los que no nombro por no extenderme demasiado.. Pero sí debo decir que a Ricardo Pérez, a Donato Herrán y Donato Tazo, como huyeron al campo el día que tomaron el pueblo y se encontraron en la casa Don Marcelo con dos personas de Dueñas, armadas, y les descubrieron los hermanos Germán y Macario y al Macario le dispararon un tiro, que por suerte no le causaron más daño que unos agujeros en la chaqueta. Los de Dueñas escaparon, a los de Fuentes aquel mismo día les trajeron a Palencia detenidos. Después de Santiago, tranquilidad, que yo temía que llegara el día 15 nuestra señora de agosto, porque pensaba que seguirían las detenciones, y no fue así. Precisamente este día 15, desde mi casa estuve observando a Felipe y a Ulpiano sentados a la esquina de Tomás Soriano toda la mañana. Creo que estarían siguiéndonos. Como eran malos más que malos, lo dejaron todo para la víspera de San Agustín, así causaban más daño no dejándonos tranquilos las fiestas, aunque nada se iba a celebrar en tales condiciones. Yo unos días antes a un hijo de mi patrono y un tal Ulpiano les oí una conversación que, como estábamos trabajando, no cogía todas las palabras, pero saqué en consecuencia que el golpazo sería el día 27 o 28 de agosto, que eran las fiestas del pueblo. Mas no esperaba que fuera tan gordo. Nada menos que treinta y dos personas que pasamos dos noches y dos días en la sala de asambleas generales del Ayuntamiento. Al poco tiempo de llegar yo se presentó el sargento “el Pinto”, que había estado de sargento algún tiempo en Fuentes y que había ascendido y era brigada. Dio una palmada a fin de que escucháramos y dijo “el que quiera confesarse que se confiese, que mañana a la salida de misa serán fusilados en la Plaza” (palabras textuales). Me dice a mí Urbano Sevilla “no jodas, eso van a hacer”; yo le contesté “por lo que se está viendo no creo que les importe mucho” (palabras textuales también). En cuando estoy escribiendo esto es prueba de que no se hizo así, pero es una prueba más de la maldad con que hablaban y obraban para hacer todo el daño que podían. Precisamente sabíamos que el día 12 de agosto habían aparecido 11 cadáveres a la izquierda de la carretera de Autillo con dirección a Villarramiel, y una señora que no murió en el acto y anduvo por las eras se rumorea que la mató Fuentero, vecino de Fuentes. El día 18 de agosto arrancamos de la era Alfredo y yo a por el viaje de mies que por la tarde se metía en la era y salíamos del pueblo con dirección al puente viejo del Canal de Castilla, llegamos al cercado de Don Donato y a mí me sorprendió mucho al ver muchas rodadas de coche y cuando pasamos del puente seguían las marcas por la carretera de Autillo y nosotros cogimos la dirección Frechilla que había menos rodadas; al poco trecho nos metimos a la izquierda, término llamado La Muñeca. Empezamos a cargar el carro y también comenzaron a pasar coches; el segundo llevaba una bandera negra a la delantera izquierda y a la derecha la nacional bicolor. Ese coche era el de “escuadra de la muerte”; le seguían más coches a donde llevarían a los detenidos, diez u once, que eran de la Casa del Pueblo de Autillo de Campos. Al poco tiempo pasó otro coche en el que iban Don Anacleto Carriedo y Sixto Matía, éstos vecinos de Fuentes. Este fue el único comentario que hizo el Alfredo, con quien yo trabajaba: “habrá algo en Frechilla, de ir Carriedo y Sixto”. Sentimos unos tiros, ya que no estábamos lejos del lugar de donde se desarrollaba el hecho, mas como estaban en la ladera de un bajo que hacía el terreno, cerca del término que se conocía por la Fuente de la Salud, que tenía un agua muy buena y fresca. Estábamos terminando de cargar cuando vimos al señor Eugenio Gil, auxiliar de la carretera de Frechilla, en el burro montado y con las siguientes lamentaciones: “les están matando como a conejos”. Esto que vio aquel 18 de agosto de 1936 le costó la muerte, porque no tardó mucho en enfermar y tampoco tardó mucho en fallecer. Bueno, estando terminando de cargar el carro, regresaban los matanchines, y al llegar frente a nosotros levantaban la mano al estilo fascista, que no sé si respondería el Alfredo, pero yo que estaba arriba del carro no hice ni mención. Salimos a la carretera y vimos que por la misma, un poco más adelante, salía otro carro cargado de mies y que era de Antimo Aparicio, conducido por Teodoro, montado en el ganado, y estos asesinos le preguntaron, “¿los que van arriba son de derechas o de izquierdas?”, y Teodoro contestó “de derechas”. Si les dice de izquierdas no sabemos el final. Ya llegamos al caño frente a la Parada de inseminación del veterinario y salían el Carriedo y el Sixto de dejar el coche con caras de satisfechos de haber presenciado tal ceremonia criminal y horrorosa. Los que iban arriba eran Lorenzo Octadui y Alejando Calleja Castro. Bueno, ahora comienzo con mi detención. 27 de agosto, víspera de San Agustín, sobre las diez de la noche, mi mujer ya estaba acostada y yo estaba desnudándome cuando llamaron a la puerta; salí a la puerta de la cocina; “¿quién va?”, pregunté; “abre”, me dijeron. Abrí y vi que eran los que esperaba que irían a por mí. Me dijeron “vamos con nosotros a prestar declaración”. “¿Puedo pasar a despedirme de la mujer y de la niña?”; “sí”, me dijeron. Entré, dije a Primi lo que pasaba, y ésta me dijo “cogeré a la niña y me iré donde mis padres”; “pues sí, al menos estarás acompañada”. Nos despedimos con un abrazo y unos besos y también di unos besos a la niña. Me puse una chaquetilla y salí, y Primi detrás. Esta les preguntó “¿van muchos?”, que a mí no me gustó, porque parecía la pregunta un poco ignorante, aunque a la buena, como que al ir muchos consuelo de todos. Los que fueron a por mí eran un Guardia Civil y Eusebio Matía. Y éste contestó “sí, va hasta un cura”. Bueno, salí a la calle y en vez de mandarme ir con dirección al Ayuntamiento por la calle el Caño, que era lo suyo, me mandaron dar vuelta a la esquina que hacía mi casa a la derecha y al empezar a subir la rampa que había para subir a donde los Pombos, me pregunta Eusebio Matía: “¿Llevas algo, alguna navaja?”; metí las manos en los bolsos y digo “no, no llevo ni pañuelo, no me hará falta”, porque creía que me pegarían dos tiros como sabíamos que habían hecho con otros. No fue así. Dimos la vuelta por donde “los Filoseras” y entramos en la calle del comercio de los Matías, y ya directos al Ayuntamiento. “¿Cuál no sería mi sorpresa al entrar en la sala donde tenían a los detenidos antes que a mí y ver a mi suegro y a mi cuñado Juan, hermano de mi mujer. Lo que pasó aquella noche en aquella sala ya está descrito anteriormente. Pasamos allí dos noches y dos días completos. Por la mañana del 28 eché un vistazo por la ventana del balcón del medio y vi bajar de los soportales de la plaza a mi esposa Primi, que iría de nuestra casa de por algo que no habría llevado el día antes. Esta misma mañana comenzaron las declaraciones (si declaraciones podían llamarse, porque ponían lo que ellos, los guardias, querían poner). A unos cuantos les vapulearon bien. Por la tarde me tocó el turno a mí. Salí de la sala y a la derecha de la misma, a la puerta de la estafeta donde tenía la oficina el cartero había un grupo de personas entre los que conocí al Brigada, ya conocido, que pronunció las siguientes frases, “adelante, como el Gobierno de Burgos”, pero peor fueron las que dirigió Julio a Miguel Carreras, que estaba en mitad de la escalera, que da acceso a la parte alta del Consistorio y yo me dirigía a la salita donde estaban los guardias y el primero decía al segundo “pégale un tiro”, o sea, que me lo pegara a mí; lo repitió dos veces y el segundo contestó “toma, pégaselo tú, que yo no tengo corazón para matar a un hombre a sangre fría” (palabras textuales del uno y del otro). Entré donde hacían las declaraciones, y digo hacían, porque no éramos nosotros los que declarábamos, sino ellos. Y tuve un poco de suerte, porque al ponerme a la firma la declaración, una persona dio una aviso a la guardia de que habían encontrado dos escopetas en el cementerio. Entonces el Civil que hacía de mayor se salió y el Civil Leoncio me dijo “firma ahí”; cojo la pluma y empiezo la firma, y esto es que en el mismo momento veo que el otro Civil que le acompañaba cierra el puño en actitud de darme un buen puñetazo y el Leoncio le dijo “no le pegues, que bastante tiene”, como indicando que como el atestado que me habían hecho ya me condenarían bien; “sigue firmando”, me dijo, pero no obstante insistió otra vez la amenaza, y Leoncio le detuvo el brazo y no le dejó pegarme. Ya me mandaron salir y me retiré al salón. Fue transcurriendo la tarde y ya un poco entrada la noche se acerca a mí Celestino Ibáñez y me dice “ven conmigo”, y me mandó que cogiera el cubo donde orinábamos y también hacíamos la deposición, mas antes de echar la mano al cubo se presentó un amigo, que yo no creí que tenía, Lucio Martínez, y me dice “no lo cojas” y fue a llamar a Francisco Mondoruza y éste lo bajó.
Se hizo de noche y nos dejamos caer al suelo de tarima que era, como fue la noche anterior, nuestro colchón. Amaneció el 29 de agosto y fue transcurriendo el día, hasta cierto punto algo tranquilo. Poco antes de sacarnos, traspasa la puerta de la sala Don Román Santiago y pronunció las frases siguientes: “A mí, dijo, matando a Juan Carnicero, Justiniano Casas y a Donato Martín, a los demás como si les echan todos a casa”. ¡Qué delito tendríamos cuando a un señor con título de médico le daba igual que nos echaran a casa!. Diré quiénes eran estos personajes. El primero, Don Juan Carninero, farmacéutico de profesión y dos veces elegido Alcalde por la mayoría del pueblo. El segundo, Don Justiniano Casas, Maestro Nacional, y bueno, que aunque ya no estaba en el pueblo fue el primer Presidente de la Conjunción Republicana que se formó en el pueblo cuando la República de 1931 que estalló el 14 de abril. El tercero, de profesión zapatero. Este último ni había sido de la Conjunción ni de la Casa del Pueblo. Llegó la hora de sacarnos del pueblo. Arrimaron el camión de Bernardino Prieto “Matildo”; nos hicieron subir a él y, conducido por el mismo dueño, arrancó hasta el Cuartel de los civiles, paró y se montaron Benito y Eusebio Matía. El primero de vez en cuando gritaba “¡viva el general Mola” o “el general Queipo de Llano”, y el segundo “viva los generales valientes”. Pasando de Villarmartín, a un buen trecho de distancia, había una gran toba y entre el compañero Julián Alonso y yo nos dijimos “a ver si cuando vengamos está ahí esa toba”. Diré que las tobas en el año mueren y, si no quitan el tronco, la siguiente primavera brota otra nueva que se hace de grande según llueva más o menos en la primavera. Bueno, no volvimos juntos, ya que a él solamente lo condenaron a seis años y a mí a treinta, como a otros diecisiete más, y también él trabajó de cocinero y algo le rebajaron por su trabajo. Pero ya hablaré de ello en otro lugar más adecuado. Llegamos a la capital y nos pararon en la calle Valentín Calderón, que estaba la Comandancia de la Guardia Civil. Estuvimos un rato en un cuarto oscuro, en el que no cabíamos todos; se conoce que mientras deliberaban a ver dónde nos mandaban y por fin volvimos a ocupar el mismo camión y nos llevaron a la Cárcel Provincial ya un poco de noche y provisionalmente. Entramos en un patio y nos pusieron dos perolas con rancho y unas cucharas, que no sé si habría una para cada uno o andaríamos de relevo. Donato Payo no lo probó y decía “donde creáis que es un cacho chorizo, es una mosca”. Después de la cena nos pusimos en posición descanso tirados en el suelo, en el patio unos y otros en un techado donde estaban las duchas. Así pasamos la noche y la mañana del 30 de agosto (no sé si nos dieron algo para desayunar, no sería mucho ni bueno); ello es que sobre las diez o diez y media salimos de la cárcel a otro camión con dirección a las Escuelas de Berruguete. En ellas el tiempo fue más estable, aunque no mucho. En ellas la cama no era más blanda, que era tarima. De las comidas no puedo decir, pero sí describiré algo de las noches. La primera o la segunda sobre las doce, uno de los centinelas se asoma a la puerta y dice “Eulogio Herrán Alonso que salga”. Salí. Quedaron todos asombrados, tanto los del pueblo como los que no lo eran, porque había de Villamuriel y de Guardo. Yo siempre puesto en todo lo malo, y no fue así, sino que era un Guardia Municipal que estaba casado con una algo pariente mía, llamada Brígida Ibáñez, y ésta era prima carnal de mi prima también carnal Teófila Alonso, y de parte de ésta me llevaba una carpeta con cartas para escribir, pluma y tintero, lo que me sirvió para mandar las primeras noticias a Primi y su madre, y así sirvió para primera información de todos los familiares de los demás. Bien, pues ya entré yo y todos tranquilos, porque nada pasó. Otra noche, a la una, se presentan tres chulas vestidas a la moda de entonces (de falangistas) y mandan que nos levantáramos y, como no estábamos desnudos, pronto estuvimos peinados y vistosos. ¿Qué querían estas chuletas sinvergüenzas? Pues nada más que hacernos cantar el “Cara al sol”. Otra noche, próximo a las mismas horas, otros dos chulos con la misma vestimenta, pegando algunos culatazos con el fusil y preguntando a algunos de dónde era, y, cuando uno dijo de Guardo, respondió el preguntón “coño, de las minas”. Otra noche, del 7 al 8 de septiembre, aproximadamente a la mitad de la noche, fueron a sacar a uno de un local de arriba de nosotros y éste se tiró por una ventana al patio. Se partió una pierna y, con los alaridos y el barullo que mangaron entre él y en el local y el pasillo, dormimos poco. Durante el día (era el día 8 de septiembre, día de Alconada, patrona de Ampudia) nos tuvieron en el patio para desinfectarnos la ropa (se conoce que nos la había infectado la Falange). Nos dieron ropa de hospicianos, pantalones y camisas azules; no había para completar a todos y había quien como yo que teníamos pantalón y no camisa y otros que tenían camisa no tenían pantalón. Mi suegro y mi cuñado tenían las dos cosas. Pasaron unos días de tranquilidad. Llegó el 13 de septiembre, cumpleaños del compañero Baudilio García, y por la tarde arrimaron a la puerta de las escuelas susodichas de Berruguete, y hombres al camión. Creo que iríamos más de sesenta. ¿Dónde nos condujeron? Al manicomio viejo de los hombres; no es que nos hubiésemos vuelto locos de tanto estudiar en la escuela, que quizá estuviésemos más cuerdos que ellos. En el manicomio había dos plantas a la derecha de la escalera y otras dos a la izquierda, grandísimas. Todas estaban muy ocupadas, repletas. En medio había dos hiladas de hombres cabezas con cabezas y a cada pared de las anteriores otra hilada pies con pies de los del medio, aunque no pegando unos con otros, porque de unos a otros quedaba un buen pasillo. Nosotros nos colocamos todos juntos. Alguno pegaba en el rincón con la pared de los servicios, lavabos, urinarios y wáteres. Así que por la noche entre unos que tardaban en acostarse y otros que se levantaban a hacer alguna necesidad, si no nos dormíamos pronto nada más echarnos, luego solíamos tardar, porque incluso alguno tropezaba con nuestros pies. Pasados algunos días yo vi que en la otra sala había un maestro nacional que con una enciclopedia de primer grado de José Dalmau Carles estaba dando lección a unos señores. Me informé con aquel maestro de cómo podía hacerme con una igual y se la encargué a un señor que hacía de recadero. Me costó tres pesetas, pero me fue muy útil para distraerme mucho y no pensar en tanto malo como había que pensar. Cuando por las noches nos acostábamos, yo me quedaba sentado con la chaqueta puesta y estudiando o haciendo números hasta que se hacía el silencio y así dormía mejor. También algún tiempo, por las tardes, dediqué a enseñar cuentas a algunos de los compañeros del pueblo y también a leer y escribir a alguno. Un día cualquiera yo hice una consulta médica sobre los riñones y me recetó seis sellos y me dijo, no te asustes si ves que meas azul. Yo tomé tres y mi suegro tomó otro, y con los otros tres, como eran polvos, hicimos tinta y me sirvió para escribir algunas páginas de un cuadernillo.
Cierto día, por la tarde, en los servicios había un señor soltero y un poco mayor leyendo una carta de la novia y un centinela, de los que hacían guardia abajo en la calle le disparó un tiro y le mató y cayó muerto en el acto. Se conoce que lo dominaba bien aunque no estaba lindero de la ventana, que precisamente lo vi yo, más cerca de la puerta de salida de los servicios que de la ventana. No tardaron en ir a retirar el cadáver, que pasaron por delante de mí. Otro detalle a destacar. Una noche, momentos antes de acostarnos, se presenta uno con un pistolón que tendría 40 centímetros de largo y boca un poco ancha, mandando cantar el “Cara al sol” y a la vez diciendo “el que quiera cantar que cante, aquí no se obliga a nadie”, pero el dedo índice lo llevaba pisando el gatillo. Éste era vecino de Villamuriel, “el Pollero”. Otro día de no sé qué mes se presenta en puerta del centro el Guardia Civil que me detuvo a mí y llamó a unos cuantos de Fuentes, entre ellos a Tomás Ruiz, a quien dijo “mira, un traje nuevo, como dijiste que lo ibas a estrenar tú y no lo estrenaste, dije lo voy a estrenar yo”, palabras textuales del Guardia Civil, y a mí me preguntó “¿ha dejado de llorar tu mujer?” y yo le respondí: “Creo que no le faltarán ratos de llanto”. Llegaron las declaraciones para preparar el Consejo de Guerra por el que nos juzgarían. Se celebró en la Diputación el día 11 de mayo de 1937 y de ella nos trasladaron a la Cárcel Provincial. A mi suegro, a mi cuñado Baudilio y a mí nos metieron en una celda que llamaban la especial. A los pocos días, concretamente el 11 de junio de 1937 a las dos de la mañana, abren la puerta y llamaron a un individuo, que como llevábamos pocos días no sé cómo se llamaba. Era casado y vecino de Monzón. No lo volvimos a ver. Por esta época para desayunar nos daban sardinas arenques, más amarillas que la retama. El tiempo fue pasando y cierto día desalojaron dicha celda, y a mi suegro, a mi cuñado y a Baudilio los metieron en la celda 44, encima de la primera galería. A mí me metieron en una celda haciendo esquina en la segunda y tercera galería y que para mí tenía un inconveniente peligroso, y es que alojaba a un Eulogio García, de Dueñas, que estaba penado a muerte y pensaba que podía darse el caso de que fueran a por él y como yo dormía poco al nombrar Eulogio me levantara yo. Así que con eso y con querer estar junto a mis familiares, y habiendo sitio donde ellos estaban, un día me atreví a solicitar del oficial de guardia que me pasara con ellos, y me lo concedieron. Estuvimos juntos hasta que, cierto día, a mi suegro lo trasladaron al manicomio viejos de los hombres, utilizado para presos. Pasaron otros cuantos meses y también pasaron al manicomio a mi cuñado Juan, así que de los familiares quedé yo solo. Julián y yo no volvimos juntos, ya que a él lo condenaron a seis años, como a Urbano Sevilla, a mi suegro y a las tres mujeres. Julián trabajó en la cárcel de cocinero y Urbano de ordenanza y a los dos les rebajaron algo por el trabajo. Entramos en el año 1940 y Urbano recobró la libertad en marzo y Julián en abril; viajó desde Palencia en el tren (vía estrecha) hasta Villarramiel y de existir el retoño de la toba grande de agosto del 36 sería la tataranieta, no pudo apreciarla. Al paso de los meses se iba cumpliendo todo, así que mi suegro recuperó la libertad el 2 de julio del 40, y como era la víspera de mi cumpleaños, para celebrarlo compré un cuarto kilo de cerezas que comimos entre otros cuatro del pueblo y yo. Pasaron otros dos meses y hasta el 24 de septiembre fiesta de la Merced. La dirección de la prisión organizó una fiesta y nos dio comida un poco extraordinaria y además autorizó a que entraran nuestros niños a comer con nosotros y después también hubo un concurso de feos. Diré si me acuerdo quién fue el ganador del mismo. Pues uno que hasta el nombre lo tenía feo, Jeremías. Tenía la nariz porruda y algo pinada hacia arriba, por debajo de las mejillas los mofletes sobre las mandíbulas, tan abultadas hacia arriba que parecía que le lo habían puesto a mano. Con esto terminó la fiesta, y ya nos despedimos de los niños y salieron en libertad. Por la mañana, cuando estábamos en los patios, daban pitidos de corneta para ir al economato a comprar lo que nos hiciera falta, algo de comer, o vino, o como yo, cartas, sellos o tarjetas para escribir a la familia, pero yo todos los días subía a la celda y era para dedicar un rato pensando en la familia y después consolarme al acordarme de otras familias más desgraciadas que yo; como por ejemplo Félix Marcos y su mujer, que habían dejado a seis hijos e hijas, más una que nació en la cárcel. Casimiro de la Rosa, que también dejó seis hijos e hijas. La señora Sinforosa que tenía dos hijos presos y dos muertos, uno en cada bando. La señora Ildefonsa que la sacaron de casa al marido, a una hija y a un hijo de veintitantos años. He de decir también que mi madre murió el 29 de diciembre del 38 sin que yo pudiera ir a verla ni al funeral. Como he dicho anteriormente, me consolaba pensando en otras personas más desgraciadas que yo; creo que fue lo que me hizo sobrevivir los 49 meses y medio de reclusión. Porque yo no compraba nada lo que se llama para comer y lo que nos daban allí era poco y no bueno. Yo no quería sacrificar a mi mujer y a mi hija ni a mi suegra que vivían juntas. Por eso no le pedía a Primi dinero, si alguna vez me lo mandó le decía que no me mandara, que me arreglaba con lo que me dieran allí. Yo me hacía el cargo de que la situación no era buena. Mi mujer tenía que dedicarse a lavar ropa ajena en invierno y coger mucho frío, y en verano trabajar agavillando en rastrojo y coger mucho calor. Todos los días después de hacer la limpieza de las celdas y desayunar salíamos al patio al recreo (si recreo se podía llamar); salíamos formados de dos en dos y por orden de patios; en el patio formados esperábamos a que todos estuviéramos fuera y con un pitazo de corneta rompíamos filas. Entonces nos buscábamos las amistades para darnos los buenos días y el día ocho de octubre se llegó a mí Félix Marcos y me dice “buenos días”; “buenos días”, le contesté, y a continuación le dije “mañana no me los darás aquí”; “¿dónde te los voy a dar?”; y le dije “en la calle”; “qué, ¿sabes algo?”; “no sé nada, le respondí. Hizo un gesto de sonrisa y dijo “tú sabes algo”. “Yo ni he salido a la calle ni he hablado con nadie, qué voy a saber”. Pues bien, durante la mañana, como tres o cuatro veces, se acercó a mí con sonrisa y me decía “tú sabes algo”. Mi respuesta era siempre negativa. Me dio por decirle eso como me podía haber dado por decirle otra cosa cualquiera. Se oye la trompeta para ir a las celdas a comer. Yo tenía mi ropa y una maletilla al rincón de la izquierda, nada más entrar de la puerta, donde me ponía a escribir o a hacer números hasta que nos daban el rancho y después de comerle hasta que salíamos al patio. Cuando subíamos a la celda, desde el corredor vimos cerca del rastrillo carcelero a Marcelino Rodríguez, Isaac, hermano, Casimiro Mondoruza, Francisco hijo y unos cuantos más que estaban esperando para firmar la libertad. Distribuyeron la comida y nos la comimos. Yo, como siempre, me puse a la labor. Cuando al momento, un excompañero de celda abrió la puerta y dice: “¿vosotros no os vais a casa, si ya han firmado la libertad Marcelino y unos cuantos más?”. Baudilio y yo dijimos: “nosotros no sabemos nada”. En esto que se presenta un ordenanza, el señor Cantera, con un escrito en la mano y lee “Baudilio García Cuevas” y contestó él mismo “servidor”; “hala, para el rastrillo a firmar la libertad”. El señor Cantera hizo ademán de marcharse y Alejandro Torres, que así se llamaba el ex-compañero, dijo “¿y éste no se va, que es del mismo Consejo?”; “cómo te llamas?”, preguntó el señor; “Eulogio Herrán Alonso”. Echó la vista a lo último del papel y dijo “sí, también; hala, para el rastrillo”. Salimos al rastrillo y firmamos la libertad condicional. Yo me pasé a la barbería para arreglarme el pelo y afeitarme y después despedirme de las amistades y recoger la ropa para sacarla a la señora Perpetua, que así se llamaba la que cogía para entregarlo en la Prisión. Pero antes de salir de la cárcel no quisiera pasar sin recordar dos memorias mías con respecto a Francisco Seco. La primera es que en cierto día la Dirección anunció un canjeo voluntario de reclusos con otros de Barcelona, y se apuntó él, y cuando llegó la hora de la información llamaron a los alistados y cuando llegaron a él le preguntaron (como a todos) si tenía allí familia y contestó “no, la pienso hacer”. Les chocó y le dijeron “váyase”. La otra es más seria aunque también tiene algo de chocante. Y es que las sobrinas Flora y Sergia solían enviarle algo de dinero, creo que en la talega donde le mandaban la muda, y al registrarla, para ver si iba algo no permitido, según él, se quedaban con ello y no se lo entregaban. La última vez, cuando supo que se lo habían mandado y no lo recibió inmediatamente, escribió una carta en la que decía a las sobrinas que no mandaran dinero, que se quedaban con ello, que mandaran trozos de zarzas. Cuando dicha carta llegó al centro donde pasaban la censura, al ver lo que él decía en la suya, no tardó el oírse en el patio una voz que decía “Francisco Seco, que salga”. Inmediatamente le condujeron a una celda de castigo, mas no sin que antes le propinaran una paliza considerable, que cuando cumplió el castigo decía que hasta cien palos contó, y que después les perdió la cuenta. Pero también es de señalar que le metieron en la misma celda oscura con un señor llamado Don Vicente Arangüena, farmacéutico en la calle Carnicerías de Palencia y Presidente del Frente Popular de Palencia, nombrado antes de las elecciones del 16 de febrero. Como a este señor le metían comida de casa, pues el Seco comía la ración de él, la del farmacéutico y algo que le sobraba de lo de casa. Cuando salieron del mencionado castigo a los dos se los veía desconocidos. Lo que el grande había perdido, Francisco lo había ganado. Al Paco le brillaba la cara y parecía que le iba a estallar. Llegó la hora de abrir de par en par los grandes portones de dos grandes cerrojos y buenas llaves y con la poca ropa que teníamos (porque el espacio carcelero no nos permitía tener más, pues no era nada más que dos baldosines y medio de 18x12 centímetros, nos dirigimos a la calle Santiago donde vivía una señora llamada Perpetua, que también su marido estaba entre nosotros, y era la que se hacía cargo de nuestras mudas limpias, que nos traía la señora Isidora y ésta le entregaba las sucias que recogía del centro. Con dirección al centro de la capital caminábamos Baudilio, Tomás Ruiz, mi cuñado Juan y yo, sin darnos mucha prisa, porque parecía que menos yo los otros tres como que no les interesara llegar a casa lo antes posible. Yo no quería separarme de mi cuñado por ver si llegábamos juntos a casa, y me acompasaba a su paso. Llegamos a la Plaza Mayor y ya habían salido dos o tres taxis con varios excarcelados. Baudilio y Tomás tenían familiares donde pasar la noche, pero Juan y yo teníamos que pasar la noche en la calle y no se animaba mucho para decidirse. No quedaba nada más que un taxi. Tenían hora limitada para arrancar de su parada y después de las 20 horas ya no podían salir. Se encontraban con nosotros Donato Herrán y Segundo Palazuelo, que tenían buenas relaciones con el taxista y un poco que retuvieron el coche y otro poco que animaron a los desganados, al fin arrancamos a las 20 y 10 minutos. Nos acompañaron los antes mencionados, que también habían sido anteriormente liberados. Hicimos el viaje por la carretera de Becerril; como era el 8 de octubre, era de noche. Llegamos a las bodeguillas, entrada ya de Fuentes de Nava (hoy Piscinas Municipales), y el taxista paró y no llegó más adelante. Pagamos los derechos al señor y se volvió para la capital. Yo tuve que pagar lo de Tomás, lo de mi cuñado y lo mío. Baudilio y Tomás estaban más distantes e iban hasta la misma calle, casi hasta la misma puerta. Tanto Tomás como mi cuñado me devolvieron el dinero al día siguiente. Juan y yo nos cortamos desde las bodeguillas por un arroyo que por el Hoyo de San Pelayo cortaba donde sus padres y con quienes vivían mi esposa Primi y nuestra hija Soledad. Ya entramos en casa de los padres y yo no veo a Primi. “¿Dónde está Primi?”, pregunté; “ha ido a ver si te veía”. Se conoce que ella, cuando nosotros nos metimos para el hoyo no había llegado a la esquina desde donde nos tenía que haber visto. Alguien salió en su busca y al momento se presentó. Como ya me había saludado y abrazado con todos, pues ella y yo nos dimos el abrazo y los besos tan deseados durante cuatro años largos, y tan largos que se hicieron. Después de un ratillo de charla con los asistentes, ya fueron marchándose hasta quedarnos solamente los de casa. Con el regocijo que se puede suponer, cenamos y al poco tiempo nos acostamos en la misma habitación donde estaban mis suegros, que tenían dos camas vestidas y en el interior de la misma tenían otra cama sin sábanas, y mi suegra a la buena y mi mujer quizá por cobardía, porque era un poco cobarde, muy buena y muy reservada, pues pasamos la noche todos juntos en la misma habitación. A la mañana siguiente, Manuel Tazo y María Marcos se levantaron y se fueron a terminar de vendimiar un majuelillo que empezaron por la tarde el día antes. Nosotros, cuando fue hora de desayunar y mandar a la niña a la escuela, nos levantamos sin mucha prisa, desayunamos y pasado un rato de mandar a Sole a la escuela, yo me fui a hacer la presentación al Ayuntamiento y ya de paso al Cuartel de la Guardia Civil. Y me dijeron que tenía que presentarme un domingo sí y otro no. Cuando llegué a casa cogí a Sole [mi hija] de la mano y salimos al encuentro de los vendimiadores, que con una carguilla de uva sobre una borriquilla parda de pelo y algo viejuca llevaban para tender y conservar. Pusimos a Sole en la burra y seguimos camino hasta llegar a casa que al poco tiempo se hizo la hora de comer. Hacía un día muy bueno, como el anterior. (...) Palencia, año 1999 Ver Documento completo (doc, 477 kb)
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